viernes, 26 de marzo de 2010

El campamento.

Hoy voy a contar una terrible experiencia que tuve en mi primer campamento. Es una anécdota dolorosa y vergonzosa donde las haya…. Si alguno de los allí presentes lee esto, por favor, recuerda mi cara en aquél momento antes de reírte.


Mi primera gran experiencia con el campo la tuve a la edad de trece años. En plena adolescencia, con la sangre dulce como decía mi novio de entonces –era un romántico- y el trasero del tamaño de una bola de Pilates.

Los dos primeros días fueron geniales, arañas patilargas por toda la tienda y chicos que iban y venían por las noches. Todo estupendo, hasta que le vino el periodo a una de las siete chicas con las que compartía la tienda. Horror, desgracia, maldición, conspiración hormonal: el resto de mis compañeras se contagió ¿será posible?

La sangre tuvo que atraer a todos los millones de bichitos con capacidad para picar en un kilómetro a la redonda. Desde aquél fatídico día me levantaba con moratones de las picaduras, se me irritaba la piel de rascarme y encima me pillé un catarro alucinante. Me picaron tanto que cuando ya no quedaba ni un milímetro de piel en que alimentarse, tuvieron que buscar otro lugar donde picar. Así que una noche en la tienda de campaña mientras me daba los primeros besos con mi romántico noviete de campamento, una araña me picó en un ojo. Zorra, no tenía otro momento para hacerlo. Entre llantos me lavé el ojo y me planté medio tubo de pomada epitalizante en el ojo, pomada que mi madre metió en mi mochila y que no pensé que utilizaría.

Total que entre la picadura, que me dejó el ojo rojo e hinchado y el estado de mi cara debido al catarro –una herida en la nariz por irritación, labios cortados y unas ojeras como el Gran Cañón- casi hasta me beatifican.

Pero lo peor está por llegar. Alrededor del séptimo día tuve El Percance. Tranquilamente por la mañana fui al baño antes de desayunar. Lavado de cara, pipí, cepillado de dientes, peinarse, lo que viene a ser el ritual femenino de cada mañana de una adolescente. Crucé medio campo y bajé la cuesta que daba a parar al “comedor”. Me siento y empiezo a servir el desayuno para mí y una amiga que estaba a mi lado. Le doy un sorbo al cola-cao y de pronto un pinchazo casi-en-la-zona. Me atraganto, toso, me ahogo y mientras, otro pinchazo un poco más abajo. Me levanto medio encogida, me miran, alguno se asusta, un monitor intenta hacerme la maniobra para sacarme lo que sea que me esté ahogando. Dejo de toser pero los pinchazos siguen. Cada vez más fuertes y con mayor frecuencia. Intento correr hacia el baño. Subo a duras penas la cuesta en la que tropiezo y por supuesto me jodo las rodillas –unas dolorosas heridas cuyas cicatrices aún presentes me recuerdan este fatídico momento de mi vida-, cruzo el campo, mi amiga me sigue a lo lejos. El monitor mira desde la lejanía preocupado. Llego al baño, me encierro, me bajo el pantalón y lo veo.

Una hormiga roja tan grande como mi trasero de entonces ¡Ahí metida! Desde ese día siempre que voy al baño observo detenidamente lo que hay en él, por si acaso… Y desde luego que no volví a bajarme los pantalones en el campo.
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