lunes, 20 de septiembre de 2010

N=7

El otro día ordenando me encontré con una libretita de ésas de colorines, con una espiral y las hojas cuadriculadas. Una libreta de ésas que las adolescentes se compran para que sus amigos se las llenen de dedicatorias (en mi época se llevaba). Como yo era anti-social y no tenía amigos me dediqué a escribir chorradas. Entre ellas una lista de “los chicos de mi vida” y algunas líneas escritas sobre ellos. Quería ser novelista, -con trece años me leí Lo que el viento se llevó y la novela rosa hace mella desde muy corto plazo- y quería escribir sobre mis historias románticas pero por lo que he ido leyendo en el cuadernillo, no duraban lo suficiente como para escribir si quiera una página. Las hay hasta de una línea.

El caso es que de entre las anécdotas hay una especial. No me voy a poner romántico-empalagosa, lo prometo.

Es el número 7 de mi lista (reconozco que me resulta un poco vergonzoso contar esto, pero merece la pena) y se llama N. Empecé con él cuando aún no había dejado al anterior (que también tiene el número siete en mi lista) y mientras me lo pasaba en grande con un alemán que conocí en la playa (número siete también por la coincidencia de fechas, claro está). Por aquellos tiempos (hará unos siete años) yo era una adolescente menudita, flacucha y sin acné (creo que destacaba entre los de mi edad por lo último), una de esas chicas a las que llamaban nadadoras (nada por delante, nada por detrás…me temo que este adjetivo aún me califica).

N era muy pesado. Me llevaba un par de años y con esas edades las diferencias mentales se notan mucho. Él quería hacer cosas que yo no y de tanto insistir me cansé de él. Le dejé por primera vez al mes de estar juntos. Por lo visto estaba tan coladísimo que lloró y consiguió incluso que su hermano me llamase por teléfono para intentar convencerme de que volviera con él. Y le hice caso. Pasamos una semana estupenda juntos (pero separados, porque no nos vimos) y a la siguiente semana ya me había cansado de él (me gustaba otro) Así que le volví a dejar. Esta vez el pobre cayó en lo más hondo y me llamaba tres veces diarias (una después de cada comida, como si hablar conmigo fuese algún tipo de medicamento recetado por algún médico de verdad muy cabrón) y yo siempre le daba largas. Las llamas consistían en él diciéndome lo fantástica que era, que me quería, que quería volver conmigo, que me iba a esperar, que bla bla bla azúcar glas. Mientras yo callada como una perra resoplando cada dos minutos y hablando por el Messenger (estaba enganchadísima, como todos los de mi edad).

Un día de esos que me llamó mi madre cogió el teléfono fijo, me pegó un grito para que cogiese el otro teléfono y yo desganada como nunca cogí el inalámbrico. Ya podéis imaginaros lo que pasó. Después de ¡una hora! pegada al teléfono por fin conseguí colgar. Mi madre entonces pregunta:

- ¿Quién era?

A lo que yo, con un cabreo impresionante y a grito pealo’ contesto:

- ¿Pues quién va a ser? El pesao’ de N, que no me deja en paz, estoy hasta la coronilla de él, no lo aguanto más, si me vuelve a llamar le mato, lo juro le mato. Tengo ganas de meterle sus cartitas y el teléfono por donde le quepan y no estoy hablando precisamente de la bocaza esa que tiene. Mamá, consígueme una orden de alejamiento, por favor.

Fue entonces cuando me di cuenta de que el teléfono fijo estaba descolgado.

Sí, lo había escuchado todo. No me volvió a llamar. Y en verdad fue una liberación. Eso sí, estuvo hablando mal de mí hasta que mi mejor amiga de entonces se lió con él (eso es una amiga de verdad) y el tío dejó en paz mi reputación durante un tiempo.

Hace unos meses le vi en el autobús con su nueva novia. Me estaba poniendo a parir. Tengo curiosidad por saber qué le decía a ella de mí.

Desde aquí le envío a N un saludo y le animo a que deje el rencor de lado y de paso me deje a mí en paz. Y también os recomiendo a todos aseguraros de que el teléfono está bien colgado.




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