domingo, 29 de enero de 2012

La guerra.

Como ya he dicho (creo) trabajo en un  centro comercial. Me dedico a vender cosas bonitas, como a mí me gusta decir y por suerte tengo unas jefas maravillosas. No obstante, sigue siendo un trabajo y por lo tanto, jamás será del todo placentero (muchos me criticaréis por ello, pero por mucho que un trabajo me pudiera gustar yo prefiero estar tumbada en el sofá).

Cuando no hay clientes es muy aburrido así que para entretenerme me dedico a uno de mis grandes hobbies: ordenar cosas. Pensaréis que soy rara, que tengo algún tipo de enfermedad mental o que soy simplemente gilipollas, pero me chifla ordenar y además se me da bien. Hasta quiero inventar un trabajo, el de “ordenador” (ya sé que el nombre no es muy original…) y consistiría en que me pagaran por ir a una casa, oficina o lo que fuere, y ordenar, colocar, recoger, organizar, etiquetar, clasificar, cambiar las cosas de sitio para aprovechar el espacio y hasta cabría la posibilidad de hacer proyectos y trabajos de decoración.  Con el tiempo haría suficiente dinero como para que otros lo hicieran por mí y yo poder estar tirada en el sofá, que es lo que me gusta.

El caso es que trabajar en una tienda es poco excitante para mí (digamos que tanto como estar tumbada en el sofá o menos) así que a veces hay que buscarse algo que hacer y cuando se acaba la ardua pero entretenida tarea de ordenar (soy muy buena y termino en seguida) tengo que darle al coco y buscarme otro pasatiempo.
Como tengo una vida tan miserable me tocó trabajar el día uno de enero. Que por un lado, pensé, empezar el año trabajando tiene que ser buena señal; pero no, es una señal a secas, una maldita señal de que mi vida social iba a ser inexistente y mis horas de sueño mínimas. Y así fue como pasé uno de los días más aburridos de mi vida, debatiéndome entre lo bueno y lo malo que era trabajar el primer día del año. A mitad de mi jornada laboral había tenido un cliente así que estaba más aburrida que una tarde de té con la reina. Miraba a todas partes pensando qué podía hacer para entretenerme y entonces los encontré: los insertos para los marcos de fotos y mi salvación para la siguiente media hora. Aviones de papel.

Como no tengo hermanos mayores (algo que por cierto, siempre reprocharé a mi familia) jamás tuve la oportunidad de aprender a hacer aviones en condiciones (ni de escupir súper lejos, ni de tirarme eructos, ni de pegar como Dios manda, ni de ligar con sus amigotes…) y así fue como pasé de no tener propósitos de año nuevo a tener uno. 


Cuando ya no tenía más insertos me pasé a los tickets de compra. Y señores, funcionan mejor que insultar en alemán después de haber comido toneladas de ajo.  Mi pequeño avión era capaz de volar cinco metros de distancia y tenía tan perfecta parábola que a la tercera tirada ya se podía jugar a apuntar. Todo era perfecto. Empecé a lanzar aviones a diestro y siniestro; los dependientes de otras tiendas empezaron a jugar conmigo.  Todo un enorme grupo de vidas miserables jugando a lanzarse aviones el uno de enero. Como una feliz familia de esas de “hasta donde todo el mundo sabe, nosotros somos una familia normal”,  como una terapia de grupo donde unos se ayudan a otros, donde todo es rosa, donde huele bien, está limpio, somos guapos, perfectos, nos pagan más por trabajar en vacaciones… Y entonces apareció él. Otra vez no.
               
El tiempo se ralentiza. Veo cómo todos los que juegan conmigo empiezan a cambiar su divertida expresión por otra de “oh no, oh, mierda, pobre chica” y entonces lo veo, la desgracia es inminente: Uno de mis súper aviones se dirige directamente hacia “El plasta”; peor, hacia su “zona”, “cerebro”, su… lo que haya debajo de esos pantalones prietos, allá por la entrepierna. El tiempo se para y me deja unos segundos para pensar qué hacer. Opciones:

1.  Me hago la loca y sigo jugando con los demás como si nada. 
2. Le lanzo un avión a cualquiera de los que estén allí justo a la entrepierna, dejo que piense que lo mío es problema de vicio y así no se siente especial. 
3. Salgo corriendo y dejo el trabajo, me vuelvo a España y me construyo una cabaña en al que encerrarme de por vida y donde no haya un maldito papel con el que hacer aviones.   
4. Llorar (siempre está entre mis opciones, a veces funciona). 
5. Nada (a veces también está entre mis opciones dejar que otros hagan lo que sea por mí)

Antes de poder decidirme el tiempo empieza a correr otra vez y a mí no me queda otra más que contar la cuenta atrás. Desgracia en 3, 2, 1…

Parece que el tiempo se ha vuelto a parar pero lo cierto es que sigue pasando, lo que está congelado es el ambiente. Todos nos miran. Todos esperan LA REACCIÓN, su reacción. Yo tiempo, no de frío, sino de miedo, tal vez (seguramente) por las dos cosas. Me mira fijamente y… ¡Oh no, es repugnante! ¡Otra vez no! ¡Por favor eso no! ¡No hagas eso por Dios! Todos (y cuando digo todos es TODOS, los presentes) ponemos cara de asco; él vuelve a intentar lo de la mirada picarona mientras se pasa la lengua por los labios. Juros que un camión lleno de, por qué no decirlo, mierda, es menos asqueroso.

Pero lo peor está aún por llegar. Aunque parezca que no, a mí siempre me puede ir peor. Tras la vomitiva mirada se agacha apuntando con su trasero en mi dirección y mientras lo sacude, recoge el avión. Se vuelve hacia a mí y me sonríe con la mirada fija y he aquí que humedece la punta del avión… ¡lamiéndola! ¡Hasta yo sé que no se hace así!  Y no puedo creer que me esté pasando esto a mí, pero el muy cabrón me lo lanza. Directo a mi cara, lo veo venir. Por suerte, soy una chica llena de talentos y a veces hasta me acuerdo de usarlos. Me retiro justo a tiempo para esquivarlo  mientras se escucha un “Ohh… ahhh” y otras expresiones de mitad asombro, mitad “voy a vomitar ya”, mitad pánico, mitad fascinación. Y me llevo dos mitades.

He de decir que me quedó estilosísimo, me sentí toda una ninja. El hecho de que llevara tacones lo hizo aún más impresionante y hasta hice sacudida de melena, que ya fue la guinda del pastel. Me sobraron las versiones cutres de los villancicos como banda sonora, pero no se puede tener todo en esta vida.

Y así fue como durante una hora el centro comercial fue un sitio monlonguis y divertido. Y así fue como un grupo de veinte miserables colgaos’ empezaron a hacer el imbécil casi a diario. 
Powered By Blogger